Calicante
CALICANTE
Oscar Pineda
Un peso de boronas de pan
Poco después de la una de la tarde, de lunes a viernes, sonaba el timbre que marcaba el fin de la jornada en la Centenaria Escuela Primaria Marcos Vives, en Cerritos, San Luis Potosí.
Aquella chicharra sonaba en realidad tres veces en cada turno (matutino y vespertino), a la hora de la entrada, a media mañana para indicar el recreo y a la hora de salida.
A excepción de la primera, las dos últimas eran como el botón que rompía el silencio sepulcral en el vetusto edificio de dos plantas a donde acudían los niños.
Los chiquillos, sobre todo los de cuarto, quinto y sexto, salían despavoridos de los salones y armaban un bullicio casi tan grande como el de los cientos de urracas que tapizaban los árboles de la plaza principal del pueblo y la cúpula del kiosco.
Los viernes, después del timbre de salida, mi hermano Marco Antonio y yo cruzábamos a toda prisa el patio principal de la escuela con la mochila en la espalda, la camisa desfajada y percudida de sudor y tierra producto de los juegos del recreo.
Cruzar el portón principal y poner los pies fuera de la “Marcos” nos daba una sensación de libertad indescriptible.
Bajábamos a paso veloz por la calle principal hasta la esquina de la Iglesia de San Juan, ahí volteábamos a la izquierda una cuadra hasta llegar a una pequeña peatonal conocida como “el pasaje” el cual atravesábamos corriendo hasta llegar al mercado.
Sin perder el paso avanzábamos en zigzag por los pasillos del mercado, donde se mezclaban el olor a carne fresca, pita, guisados, yerbas y veladoras de olor, de las que usan las curanderas.
Cuando salíamos al otro lado del mercado agitados por el recorrido la emoción nos invadía al detenernos frente a la panadería Elvia, motivo de la carrera contra el tiempo.
El dependiente era un señor mayor de piel morena firme y cabello blanco como la copa de un volcán.
¿Tiene boronas que nos venda?, preguntaba yo, siempre con la esperanza de que otros niños no se nos hubieran adelantado y se hubieran llevado los sobrantes del pan de dulce.
Cuando don Antonio, el encargado de la panadería me respondía ¿cuánto quieren? Me regresaba el alma al cuerpo. Un peso cada uno.
El hombre entraba a la trastienda y al poco tiempo salía con dos bolsitas de papel en la mano y siempre decía lo mismo: vengan el lunes porque voy a tener pastelitos, díganle a su mamá que cuestan uno cincuenta.
Nunca supimos cómo le hacía don Antonio para calcular de forma tan precisa la cantidad exacta de boronas de pan dulce de tal forma que una bolsa nos alcanzara justo para el trayecto de la panadería a la casa.
En Semana Santa mi abuela nos enviaba a esa panadería por los bolillos para preparar la capirotada, pero esa es otra historia que ya les contaré en otra ocasión.
Mientras tanto procuren ser felices. Gracias por leer mis historias de vida, espero las suyas en oscarpineda78@gmail.com o déjenme sus comentarios debajo de esta publicación.
POSDATA
Envío un abrazo solidario a la familia de mi amigo Pancho Olivares, destacado publicista de la radio, excelente conversador, amiguero y buen analista de los temas políticos. Descansa en Paz Panchito.