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Oscar Pineda

 

Evita y el amor frente al mar

 

La primera vez que Evita Manzano vio el mar se quedó pasmada, con aquellos ojos color aceituna abiertos como dos enormes ventanas y una sonrisa a boca abierta que casi la hacía babear.

Así estuvo por dos o tres minutos hasta que por fin le salieron las palabras ¿Y todo eso es agua? Preguntó maravillada, sin perder el brillo en sus enormes ojos que se aclaraban más con los rayos del sol.

A sus 20 años la inocente joven nunca había salido de su rancho “Manzanillas”, bautizado así en honor a los fundadores y antepasados de Evita, los Manzano.

Era un ranchería en el semidesierto del altiplano potosino, las calles y los patios eran de tierra blanca que calaba a la vista en los días soleados.

Al final de aquella población de no más de 100 habitantes, había un viejo estanque donde tomaba agua el ganado y en los tiempos de sequía también los pobladores.

Mi abuelo solía decir que Manzanillas era una tierra rica en minerales y que si algún día alguien se atreviera a explorar encontraría grandes betas de oro y quizá plata; la verdad es que nunca nadie pudo confirmar esas leyendas urbanas.

Sin embargo, en un tiempo Manzanillas se volvió tan popular en el altiplano potosino que hubo quienes hasta buscaron comprar terrenos en el lugar. La razón era que se decía que habían encontrado yacimientos de petróleo en las parcelas del ejido y que esa zona se convertiría en la zona petroquímica de México.

Y sí, llegaron grandes máquinas de perforación a Manzanillas y camiones cargados con enormes tubos que fueron apilando a un lado del camino de terracería.

Pero, la fiebre del oro negro duró poco menos que nada. Un día los trabajadores de overoles naranjas y cascos amarillos recogieron lo que pudieron de sus campamentos y se retiraron para no volver jamás.

De aquella compañía de exploración nadie volvió a hablar jamás y solo quedaron, como recuerdo, algunos tubos a la orilla del camino y uno que otro chamaco sin padre.

De pie frente al mar, Evita recordaba aquellos días en que los trabajadores de la compañía solían reunirse a comer en casa de doña Minga, la matriarca del rancho, que había monopolizado la venta de alimentos, refrescos, café y chucherías para los obreros.

Evita, ayudaba en la cocina preparando tortillas de maíz, casi nunca salía al comedor mientras los trabajadores estaban ahí sentados.

A ella le llamaba la atención solo uno de aquellos hombres; un muchacho flacucho, quizá el más callado de todos y también uno de los más jóvenes.

Una tarde, el joven y Evita se encontraron en el estanque, ella iba cada tarde después de cumplir con sus deberes en casa de doña Minga y él solía ir a escuchar el canto ronco de las tuneras y conguitas.

Fue la única vez que se vieron de cerca y que cruzaron palabra.

Buenas tardes señorita ¡dijo él con voz amable! ¡buenas tardes señor! Le respondió ella, con las mejillas sonrojadas.

Te he visto en la casa de doña Minga, cocinas muy sabroso. Dijo el muchacho para romper el hielo.

Ella, temblaba por dentro y sentía que el corazón le latía más aprisa, solo atinó a decir ¡a no, yo solo hago las tortillas!, ¡Pero claro, son las tortillas más ricas que he probado! Cuando regrese a Tampico voy a llevarle a mi madre, seguramente le encantarán.

¿Usted es de Tampico?, preguntó ella ¡Sí allá vivo con mis padres ¿Conoces el Puerto?

No, nunca he salido de Manzanillas, solo a la Villa que está por aquí cerca pero nunca más de un día.

Un día te voy a llevar para que conozcas a mis padres y te llevaré a conocer el mar, te va a encantar, es inmenso y las olas se escuchan como murmullos.

Con esa promesa se despidieron y no volvieron a verse nunca más. Ella siguió atendiendo sus labores y él se fue con la compañía a quien sabe dónde.

 

 

Saludos!
Oscar Pineda Tapia

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