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Veracruz: la guerra que devoró las almas

*Una lucha fratricida entre varones de la droga y su combate por parte del Estado, dejó cientos de desaparecidos, fosas clandestinas regadas por doquier, restos humanos despedazados, cientos de cuerpos sin identificar y develó la indolencia oficial

*En una tierra que sabe cantar y reír, a los hombres los alcanzó la violencia y no hubo tiempo para ser frágiles, debieron enfrentarla tragando en silencio todo el dolor del mundo

Por Édgar Ávila Pérez / Border Hub  

Este reportaje es parte del Hub de Periodismo de Investigación de la Frontera Norte, un proyecto del International Center for Journalists en alianza con el Border Center for Journalists and Bloggers

Ausencias en casa, campos ensangrentados y frigoríficos repletos de cadáveres sin identidad, forman parte del bucle interminable de la desgracia en que se convirtió una tierra fértil y alegre. Son las secuelas de una guerra contra el narco.

Un día, una noche, la fatalidad tocó a la puerta y se llevó el sosiego y la vida dejó de ser vida, la familia quedó rota y en ese caos hubo que ser hombre, dejar los arreos de oficios y profesiones para cavar fosas, siempre de otros, nunca las del ser querido.

La historia siempre es la misma, aunque cambien los nombres de los protagonistas, en una región donde hubo una guerra declarada contra los cárteles de la droga desde el 2010, con todas sus consecuencias.

Y la fatalidad alcanzó a cientos en una lucha fratricida entre varones de la droga del Cártel de Los Zetas, Gente Nueva Generación, Jalisco Nueva Generación, El Golfo, Grupo Sombra, y su combate de las fuerzas del Estado en cada rincón de Veracruz. 

Los cientos de desaparecidos, las fosas clandestinas regadas por doquier, restos humanos despedazados, cuerpos sin identificar y la indolencia oficial, solo son el reflejo del infortunio que alcanzó a Veracruz, “rinconcito donde hacen su nido las olas del mar”, aunque las olas de estos años se tiñen de otro color.

A los hombres de estos lares los alcanzó la violencia y no hubo tiempo para ser frágiles: el silencio de la noche es mancillado por el grito de un hombre que no obtiene respuesta; otro más, cava zanjas como autómata sin encontrar lo que busca; y un tercero, se hace fuerte y pasa por sudor para ocultar el llanto.

Son hombres, varones que, frente a la desaparición de un hijo, les tocó seguir, negociar, caminar, levantar, cavar, tragar en silencio todo el dolor del mundo, su mundo, porque es lo que de ellos se espera en una sociedad machista y patriarcal.

La sangre de la tierra 

En rincones insospechados brotan cadáveres. A orilla de lagunas, en medio de bosques y selvas, en predios desérticos y tierras cercanas a grandes urbes, emergen cementerios clandestinos.

Si en un mapa de Veracruz se marcaran las zonas donde colectivos y autoridades han encontrado restos humanos, aparecerían alfileres en casi todo el territorio.

Son las fosas de la desesperanza, 642 según los datos oficiales de la Fiscalía General del Estado (FGE), porque aunque el número es descomunal, son pocos los afortunados que en estas búsquedas han encontrado o identificado a sus familiares.

Las historias personales se convierten en públicas cuando hay cientos de cuerpos desenterrados en fosas clandestinas, 609 para ser exactos, algunos con años de haber sido sepultados clandestinamente, otros de tiempos más recientes.

Y si esa cifra no basta para escandalizarse, habría que agregarle 381 cráneos y  un amasijo de carne y huesos de 58 mil 606 restos humanos, según informes de la Fiscalía General del Estado, obtenidas por vía de la transparencia (2011 al 2021). 

“La guerra al narco fue el error que le puso el clavo al ataúd de México”, así, lapidaria, describe lo sucedido en Veracruz Ángeles Díaz Gaona, fundadora del Colectivo Solecito, organización que descubrió el cementerio clandestino más grande de Latinoamérica: Colinas de Santa Fe, con 303 cuerpos.

Mujeres y hombres, sin distinción de clases, agrupados en colectivos se han volcado a la búsqueda; recorren brechas, campos desérticos, selvas, manglares para ubicar tiraderos humanos: una carrera contra el tiempo y contra el olvido. Y tras hacer el trabajo de las autoridades, notifican a las comisiones de búsqueda y fiscalías para que inicien los trabajos periciales.

“En cualquier otro lugar, si se hubieran encontrado 300 cuerpos te dirá el nivel de la violencia que sucede ahí y de la impunidad, una muestra estadísticamente hablando es brutal y con esa muestra bastaba para mostrar el nivel de impunidad en Veracruz”, agrega Gaona, quien junto con las mujeres buscadoras, fue galardonada (2018) por la Universidad Notre Dame con el Premio Notre Dame.

Actualmente, la Fiscalía General del Estado, junto con los colectivos de familiares de desaparecidos, trabaja en la recuperación de restos humanos en las fosas clandestinas de Arbolillo y Campo Grande en Ixtaczoquitlán y en la Guapota, municipio de Úrsulo Galván, así como en diversos municipios del estado.  Y en la identificación de los cuerpos recuperados, en Colinas de Santa Fe, de manera coordinada con Guardia Nacional.

Desaparecer para el olvido 

La historia del taquero del puerto de Veracruz, Mario Herrera Nato, quien busca en cementerios clandestinos a su retoño; la del jubilado Don Romualdo Aguirre, enterrando varillas con la esperanza de rastrear a su hijo en la zona montañosa central; y del albañil José Luis García en espera de su primogénito en la capital, solo son una muestra de miles que buscan a los suyos.

Cinco mil 337 personas, según la Comisión Nacional de Búsqueda de Personas, se encuentran desaparecidas en territorio veracruzano y sus familiares y amigos luchan incansablemente para ubicarlos recorriendo cárceles, hospitales, servicios forenses, tocando puertas.

Tan sólo en el 2021, autoridades ministeriales iniciaron más de mil 400 carpetas de investigación por desaparición de personas en las distintas regiones del estado, de las cuales recuperaron mil cinco. No lograron ser ubicadas 395.

“No puede detenerse la desaparición porque ya encontraron que les funciona, quedan impunes los crímenes, no pasa nada”, acusa la activista.  

Como ejemplo, pone “la escandalosamente macabra” historia de Colinas de Santa Fe, un predio ubicado en los accesos del puerto turístico y de carga de Veracruz con docenas de cuerpos, cráneos y restos humanos, donde -dice- “no tenemos una investigación, no sabemos qué pasó, cuándo, cómo. No hay respuestas”.  

Los cuerpos sin nombre 

Y después de todo el trabajo comunitario de búsqueda de fosas, ubicación y extracción de restos, las familias se topan con una pared institucional que mantiene en contenedores móviles, cuartos fríos y cámaras frigoríficas a mil 628 cuerpos sin darles una identidad.

Los Servicios Médico Forenses de la Fiscalía General del Estado resguardan los restos de hombres, mujeres y niños que esperan volver a su hogar, pero detenidos por la desidia oficial que durante años dejó de invertir en identificación forense o simplemente dejó pasar las cosas.

“Es un tema complicado, los Servicios Periciales están totalmente saturados, aparte que no tienen los laboratorios o reactivos suficientes”, acusa la buscadora. 

Además, admite, la identificación de restos es compleja porque muchos están fosilizados y requieren el AND y se carece de marcadores genéticos de la contraparte para compararlos; hay carencia de especialistas forenses surgidos de la  la academia; a ello, se le agrega -afirma- la indolencia de autoridades del pasado, quienes simplemente no hicieron su trabajo.

La fiscal General del Estado, Verónica Hernández, reconoce el grave problema que heredó en la falta de identificación y búsquedas, por lo que fortaleció las áreas y creó la Unidad Integral de Servicios Médicos Forenses, única en su tipo en el país, que contará con tecnología de punta, laboratorio de genética forense, Servicio Médico Forense y un cementerio ministerial con capacidad para 210 cuerpos.

“Será clave para atender la demanda de colectivos de búsqueda de personas desaparecidas, quienes durante muchos años han exigido a las autoridades trabajo forense de calidad”, expuso.

El edificio, con una inversión de 130 millones de pesos, incluye plataformas automatizadas para extracción de muestras de ADN, cuartos fríos para trabajar sin electricidad, área de necropsias para dar trámite a varios cadáveres de manera simultánea, grabando siempre las autopsias para poder presentarlas como evidencia ante la Fiscalía.  

El olvido que se niega a ser

Hablar sobre el dolor de los demás se ha convertido en un hecho común en las redes sociales, en la prensa, incluso en la academia veracruzana, pero el dolor propio, aquel que aqueja los días, que no deja dormir, que provoca desintegración familiar, falta de dinero y una evidente desgracia en todos los ámbitos de la vida, de ese dolor solo pueden hablar los propios afectados. 

Los tres textos que presentamos reflejan que un padre jamás olvidará los momentos radiantes de sol que vivió con sus hijos, como tampoco es capaz de echar al vacío la vida de alguien a quien ama como a nadie en la vida. 

Los tres hombres continúan la búsqueda, gritando el nombre de sus hijos, y buscando un cuerpo, así sea para ponerlo en una tumba, anhelan que su caso no caiga en el olvido.

Voces en la noche y la búsqueda que no descansa 

El albañil José Luis García Guevara, en el interior de su domicilio en algún lugar de la ciudad de Xalapa, Veracruz. 

Foto: Édgar Ávila Pérez. 

 

Voces en la noche y la búsqueda que no descansa 

 

Por Édgar Ávila Pérez 

Xalapa, Ver.- Aquella madrugada, con la fortaleza que le había dado su trabajo diario entre mezcla y ladrillos, José Luis se adentró en la oscuridad de un bosque de niebla y rompiéndose la garganta gritaba el nombre de su hijo: “¡Luis, Luis, Luiiiiiis!”.

Jamás pensó que el nombre que eligieron para su primogénito fuera una palabra que concentrara tanto dolor. 

Al lado de su esposa y su hijo más pequeño, con la negra noche en ciernes se enfiló a las tinieblas del Cerro del Estropajo, un reducto de bosque de pinos, encinos y magnolias que resistía los embates de la mancha urbana de las colonias populosas de una ciudad.

El silencio absoluto, algunas veces roto por el canto de las ranas y los tlaconetes, acompañaban al maestro albañil y a su familia por las brechas, iluminadas por una tenue luz de una lámpara de mano. Los tres, en un aullido doloroso pronunciaban el nombre de Luis.

El ulular de los búhos rompía con los pensamientos revueltos de ese hombre en las últimas horas del año 2013, cuando en el hogar se había ausentado Luis Ángel García Ramírez, su chaval de 19 años, estudiante ejemplar del quinto semestre de preparatoria. 

Los minutos y horas la pasaron caminando en las 60 hectáreas del bosque —cerca de Xalapa—, sin una sola respuesta. El alma y corazón se achicaban y entrada la mañana, abandonó aquel tétrico lugar.

El resto de la familia, tíos, tías, primos se sumaron a la frenética búsqueda de Luis. Pasaron por cada vivienda de los amigos del muchacho en los barrios desgarrados por la pobreza: Carlos, Erick, Jorge y un sinfín de nombres más, sin ningún indicio.  

El Ministerio Público se negó a recibir la denuncia de la desaparición, por ley, en aquellos años debían pasar 72 horas para lograr la intervención de las autoridades; y la familia se organizó, imprimió miles de volantes con el rostro, sus generales y los números celulares de sus padres.

Don José Luis caminó cientos de kilómetros por la ciudad de Xalapa, capital de Veracruz, una entidad asentada en el Golfo de México que en años anteriores había sido tomada a sangre y fuego por el violento Cártel de Los Zetas. Los asesinatos, desapariciones y tiroteos entre rivales y las fuerzas del orden eran el pan de cada día.

Caminó hasta romperse los pies y se adentró a regiones conurbadas a la capital, a San Andrés Tlalnehuayocan y Banderilla, donde en cada poste, cabina telefónica y pared, pegaba aquel trozo de papel con la esperanza de que la golpeada sociedad pudiera hallarlo y reportarlo.

Los estertores de la violencia lo alcanzaron en plena calle de Banderilla, mientras con cinta diurex pegaba carteles. No habían pasado ni 24 horas, cuando su móvil, en un tono seco y frío, sonó. Una voz del otro lado quebró a aquel hombre edificado entre obras y albañiles.

— ”Tenemos a tu hijo, cabrón”, le dijeron.

— ”Nos lo vendieron”, remacharon. 

Las palabras desaparecieron de la mente del hombre. Un intenso calor invadió su cuerpo, se sintió como una olla de presión a punto de estallar. Y ese rostro endurecido por la cal, el cemento y los incesantes rayos del sol, se llenó de lágrimas ante la mirada atónita de las personas que caminaban por la acera. 

— “Devuélvemelo, yo me voy contigo”, reaccionó. 

— “No, aquí no queremos viejos. Tú ya no sirves”.

— “Yo puedo hacer muchas cosas. Y me voy con ustedes, regresenme a mí hijo”. 

Los gritos, insultos y groserías lanzadas con odio que parecía contener milenios de encono y rencor entraban no sólo a oídos de José Luis, sino a su vida. A su hijo alguien lo había vendido a la delincuencia por 20 mil pesos mexicanos.

— “Yo te doy mi dinero, te doy mi casa, te doy mi coche”, insistió. Quería darles su vida misma.

— “Mira hijo de tu puta madre, estoy hablando yo y aquí el que manda soy yo”.

Las lágrimas no pararon. Y ocho años después llora en todos lados: en la obra, con sus compañeros albañiles, en la calle, en la plaza comercial y en su solitaria casa, frente a un televisor mientras alguna escena le recuerda a su muchacho.

José Luis nunca imaginó que el dolor fuera eso: una monstruo corroyendo las entrañas, los pensamientos; algo muy adentro de él que le hacía no comer, renegar de su propia vida, sentirse impotente siquiera para proteger a su familia, a su niño.

El albañil José Luis García Guevara muestra, en el patio de su domicilio en algún lugar de la ciudad de Xalapa, una lona desvencijada donde aparece la imagen de su hijo desaparecido. Foto: Édgar Ávila Pérez.

El silencio sepulcral 

La llamada duró unos segundos. Colgaron. En silencio siguió colocando el volante en un poste de luz, volteó a ver a su afligida esposa Silvia, quien lo acompañaba a cada paso y le contó lo sucedido. 

— “Me acaban de llamar que lo tienen”, le confesó.

— “Págales lo que sea”, imploró ella. 

Solos, en la calle, lloraron, no paraban de gemir cargando los volantes con el rostro de su niño. 

Una locura furiosa invadió a José Luis. La imprudencia e insensatez se apoderaron de su cuerpo. Irreflexivo y temerario quería encontrarlos y hacer justicia. Hacer lo impensable en un hombre bueno.

La ciudad y el estado entero era una locura. Un gobierno que buscaba sacudirse, como fuera, la herencia de violencia de Los Zetas, resistiendo la incursión del Cártel Jalisco Nueva Generación y combatiendo, igual a fuego y sangre, a la delincuencia organizada.

Esa locura la contuvo y siguió buscando. Con machete en mano, traspasó el Cerro del Estropajo y siguió, al lado de su amada, un serpenteante río hasta llegar a un lugar llamado Poza Azul en San Andrés Tlalnehuayocan.

Dos días después, un 31 de diciembre, el teléfono móvil volvió a sonar. Un número desconocido, y el temor a algo que nunca había vivido ni sentido. Surgieron palabras corrompidas y la exigencia de 350 mil pesos. 

— “Te los doy, te los doy, pero pásame a mi hijo, le quiero preguntar una cosa. “Les doy mi casa, les doy mi coche, les firmo todo, pero por favor regrésenme a mi hijo”, respondió. Insultos y más agresiones verbales.

Las mantas y lonas colocadas por doquier desataron la ira de los malos, y la espada fue lanzada contra José Luis: amenazas, amenazas y solo amenazas, en medio de la mirada impávida de la policía ministerial que ya investigaba el caso.

“Me iban a quitar a mi otro hijo, me amenazaban con que me iban a quitar a mi otro hijo y también me dijeron que si no les daba yo el dinero que iban a aventar a mí hijo en una bolsa negra por el portón”, rememora. 

Quince días contestando el celular en un mar de lágrimas y escuchando la voz de un joven como si fuera su hijo chillando y gritando: “papi, papi ayúdame; ayúdame pa”. 

En casa no había otra opción que enfrentar la realidad. Silvia rogando que entregara todo el dinero, sus hermanos vendiendo propiedades, juntando dinero y él afrontando lo sucedido desde los ojos del hijo menor.

— “Pa’, ¿entonces a mí hermanito qué le estará pasando?”

– “‘No sé, mijo’, le digo la verdad: no sé. Ojalá Dios quiera que esté bien”.

Tras quince días, cesaron las llamadas. 

 El adiós 

Habían pasado tres años y en casa las cosas iban mal. Las amenazas y el cansancio de la búsqueda por cárceles, hospitales, servicios forenses, fosas clandestinas, negocios, casa por casa y personas de a pie agotaba a todos. 

Los ahorros se habían esfumado, las deudas crecían. El hogar que compartían había sido entregado en el papel a un familiar de José Luis a cambio de dinero para soportar la búsqueda, los traslados, la impresión de lonas, esas que así como eran colgadas en puentes y postes, misteriosamente desaparecían a los pocos días.  

El recuerdo de Luisito, como lo llamaba Silvia, invadía no sólo la vivienda, sino todas las conversaciones y todo su mundo. La desaparición fue dejando una oquedad entre ambos. 

“Ya no es lo mismo”, le decía Silvia constantemente. Extrañaba a Luis, extrañaba a sus dos hijos juntos, extrañaba el amor y cariño de antaño, cuando eran felices. “Yo te entiendo, ya no es lo mismo”, replicaba el hombre.

Un vacío en el estómago lo invadía. Ver así a la mujer que amaba le desgarraba el corazón. Sentía que le quitaban el alma. Evocaba cuando tenía 24 años y se reencontró con Silvia. Habían sido novios, se dejaron y regresaron para unirse.

Las imágenes agolpadas de los carritos de juguete jalados con una cuerda por sus dos chamacos, luego trepados en las bicicletas que llegaban el Día de Reyes Magos, los mermaban cada hora y cada día. 

— “Yo ya me quiero ir, ya no quiero vivir aquí, me siento mal viviendo aquí, recordando siempre que aquí estaba Luisito mi hijo y ya no quiero estar aquí”, le dijo en el 2016, año en que las amenazas no cesaban

— “Qué tal que un día regresa, no nos va a ver”, trató de convencerla.

— “No, pero por eso también estás tú, cuando él llegue me hablas y yo vengo”. Y se fue. 

Los tres se despidieron llorando. 

 “Sentí más feo porque ya me quedaba yo solo, mi otro hijo se fue después. Y yo le decía también a mi hijo: ‘¿mijo, me vas a dejar a mí también?’ y él me decía: ‘sí, pa’, pero yo te voy a venir a ver’”, cuenta.


El albañil José Luis García Guevara, en el interior de la cocina de  su domicilio en algún lugar de la ciudad de Xalapa, Veracruz. Foto: Édgar Ávila Pérez.

La veladora de la espera 

En la mesa de la cocina y la alacena, docenas de botellas de riopan y omeprazol  amontonadas reflejan las secuelas del mal comer y del estrés de un hombre triste.

La humedad inunda la habitación y las ausencias se sienten por doquier. Trastes sin usar se acumulan en los estantes; en la sala una caja de veladoras abierta y en una esquina, en lo más alto, un pequeño altar en honor a Luis.

El calendario dice que es el año 2022 y José Luis se sienta por horas, viendo pasar el tiempo y esperando la llegada de su hijo, como lo prometió a su esposa Silvia.

“Seguiré esperando hasta que lo encuentre, primeramente Dios, quiero encontrarlo sea como sea, pero quiero encontrarlo para que tenga una tumba digna”.

La vivienda la entregó legalmente a su hermana, pero le permitieron seguir aguardando en ella. Vive al otro lado de la ciudad, renta una vivienda donde vive en solitario, abandonó las faldas del Cerro del Estropajo ante las múltiples amenazas.

Ciertos días de la semana vuelve a su hogar, prende una veladora en el altar y repasa una y otra vez los hechos, regresan las sospechas contra un amigo de su hijo. Siempre se escondía y se agachaba ante su presencia y tiene la idea metida que fue quien lo puso en manos de la delincuencia.  

Su vida la imaginaba casado, con hijos, envejeciendo a su lado, pero todo cambió con la partida de Luis. El menor de sus chamacos se casó y lo visita de vez en cuando; a Luis lo ha visto en sus sueños.

“Yo lo he soñado que viene y me dice: ‘pa ¿qué crees? ya me casé’. Y que viene con dos o cuatro niños y abrazarlo y besarlo, pero pues no”, relata y se dobla de dolor.

Siente que a sus 52 años es “viejo” y difícilmente construirá su vida, incluso junto con sus hermanos compró tumbas en un cementerio “ya sea para mí o para quien sea”, dice.

Mil teorías pasan por su cabeza ocho años después de lo sucedido, en su antiguo hogar o en medio de la obra, pegando blocks y llorando a mares mientras avienta la mezcla.

El dolor que destruye 

La intensidad del dolor hace pensar a José Luis que quizá ha perdido la razón. Nadie está preparado para algo así. Todos vivimos el dolor de maneras diferentes. El dolor es siempre inédito, siempre nuevo. Llega sin ser invitado ni esperado. El dolor destruye todo, derrumba el espíritu humano. Nada brilla en la oscuridad del dolor. No hay una luz encendida debajo de la puerta, porque no existe esa puerta. José Luis no se ha acostumbrado al dolor, lo sigue sintiendo como el primer día en que no supo de su hijo. Hay una palabra que le da miedo pronunciar en voz alta, un nombre que ya no sabe si existe, un nombre que tuvo rostro, que lo inundó de felicidad: Luis.

El jubilado y la fosa, historias del valle de la desesperanza 

Por Édgar Ávila Pérez 

Orizaba, Ver.- Con una gorra cubriendo la mayor parte de su cabello blanco, botas, jeans y la esperanza bajo el brazo, el hombre se adentra a lugares sombríos, donde la muerte se regodeó con el sufrimiento de los hombres y se alió a los gobernadores de las tinieblas.

Con siete décadas y media de vida encima, el hombre se sumerge en terrenos que despiden olores a miedo y venganza en exterminios, aniquilaciones, masacres y carnicerías humanas.

Los intensos rayos del sol caen sobre su arrugada piel y Romualdo Aguirre Hernández busca indicios de cuerpos humanos, señales de su hijo perdido en una guerra sin fin.

Un machete y una varilla son sus armas para arrebatarle al olvido a su hijo Edgar Isaías Aguirre Alvarado de 28 años, desaparecido en 2019 en una zona de una lucha encarnizada y feroz entre grupos de la delincuencia.

Hubiera querido que en el primer día que se integró a las búsquedas en fosas clandestinas regadas por todo el estado pudiera recuperar a su niño. Lleva más de un año trabajando de sol a sol durante toda la semana escudriñando olores a carne podrida en las entrañas de la tierra.

Un machete le ayuda a desyerbar un área de tierra hundida y cuarteada, luego sumerge una varilla lo más profundo posible y como en una cacería, olfatea cualquier tufo a gas, una mezcla de pestilencias salidas de cuerpos descompuestos.

Los últimos doce meses su vida los ha pasado entre restos humanos semienterrados, observando osamentas y percibiendo colores y olores de la sangre, grasa y restos que las brigadas de búsqueda llaman “la sanguaza”. Sus cansados pasos han recorrido campos del terror en Orizaba, Río Blanco e Ixtaczoquitlán. 

Obrero textil durante años, sabe tejer fino, tener paciencia para jalar la hebra que le llevará a ubicar a su hijo, el más cercano, con quien platicaba cosas de hombres.  

En ocasiones, con el corazón constreñido, no necesita olisquear, la varilla arranca trozos de piel humana para mostrarle que ahí puede estar un hijo, una hija, un padre, una madre, un hermano o una hermana.

“Lo que son las cosas, no encontramos a nuestros familiares, pero encontramos cuerpos de otras familias que creo, es un consuelo ¿verdad?”, se dice siempre, como con alivio.

Siguió los pasos de su esposa, Norma Alvarado, quien se unió a un colectivo de búsqueda de personas poco después de la desaparición de su hijo. Jubilado y sin su trabajo de cuidado de un área verde privada, se adhirió a los buscadores.

Hay días en que se le ve apartado, sentado en medio de la maleza, pensativo y solitario. El cansancio hace mella en su cuerpo, pero contento y motivado jamás detiene su lucha personal. Su deseo de encontrar a su ser amado acaba con la fatiga.

En las brigadas, los rezos para implorar el eterno descanso de las víctimas y las plegarias para agradecer que sus hijos finalmente dejan la oscuridad, son un aliciente para todos, incluido don Romualdo.

“Siempre ha sido con la fe en Dios y de que nos ayude a localizarlo, a encontrarlo”, dice con voz entrecortada el hombre mayor.

Don Romualdo prende una vela en el altar que hizo en su casa, con la fe de que Isaías pronto sea localizado. Foto: Juan José Enríquez 

 

La enfermedad que corroe 

Veía a sus hijas inquietas. Llegaron sin avisar al hogar que las vio crecer. Se aventaban miradas cómplices. Era un lunes y su presencia en casa sorprendió a Romualdo y a Norma.

Las montañas que rodean Orizaba, como murallas naturales, brindaban un remanso a su vista, pero no a su seguridad. El Pueblo Mágico llevaba años conteniendo los intensos latigazos de violencia de su vecina Córdoba, una ciudad industrial donde una escisión de grupos delincuenciales la había convertido en un campo de batalla.

Elegante y pulcra, la ciudad era ejemplo de civilidad, modernidad y transformación turística, pero en sus entrañas, en sus profundidades, un movimiento trastocaba a los suyos, en silencio, temor y oscuridad.

— “Papá, quiero hablar con ustedes”, soltó una de ellas. Él, sentado en el pequeño comedor de la cocina, y su mujer en la sala. “Mamá, ven, queremos hablar con los dos”, lanzó su otra hija. 

Intentando el menor daño, buscando las palabras adecuadas, si es que las puede haber para un momento similar, describieron lo sucedido: “Queremos hablar de Édgar, no sabemos nada de él”. Y que la esposa recibió llamadas telefónicas avisando que lo tenían secuestrado y que querían dinero. 

Fue como si Romualdo hubiera recibido un duro golpe en el cuerpo. Le invadió una desesperación, sintió como si una enfermedad hubiera ingresado a su ser y sus músculos se tensaron como ligas.

Su compañera recordó que justo ese sábado 18 de mayo del 2019 había hablado con su hijo, aquel hombre casado, dedicado a su taller de aluminio y cristales. Incredulidad.

“Es que es una noticia que le dan a uno de golpe y no lo puede uno creer, no lo cree uno y yo también no lo creía, le digo, ¿cómo puede ser?”, trata de explicar sus reacciones, como si fuera necesario hacerlo.

En el centro de Orizaba, cerca de las tres de la mañana, fue la última vez que lo vieron, junto con dos amigos, en un sitio donde convivían. Los tres desaparecieron. Los sentimientos de rencor brotan contra los perpetradores.

“Esos cuates son malos, malos”, asegura. 

No andaba en malos pasos, dice. Cree que sus salidas de sábados a tomarse unas cervezas, fueron suficientes y el motivo para que se lo llevaran. Rememora cada ocasión en que pidió a su hijo dejar de tomar y llegar a buena hora a su casa.

Sus familiares los protegieron. Los aislaron de las agresivas llamadas para exigir dinero, de las negociaciones y de las angustias por tratar de juntar recursos. Solo sabían lo esencial del secuestro y de las exigencias de los captores. Así fue protegido su fracturado corazón y su salud mental.

Por eso sus pensamientos sobre lo sucedido dan mil vueltas. Y las explicaciones rondaron y rondan la cabeza del hombre de 75 años. 

Desánimo y desilusión

A la distancia, veía a su esposa llorar a diario. Por las madrugadas se quedaba sentada en el comedor rezando e implorando a Dios por un milagro. Fuerte como le enseñaron que tenía que ser un hombre, se apartaba.

A veces trataba de darle palabras de aliento. Quería sacarla de ese letargo de tristeza, quería que dejara de sollozar, quería que todo fuera como antes, cuando Edgar Isaías estaba presente. 

—“Ya no llores porque te va a hacer daño, hija, tanto llorar y desvelarte, rogaba en esos eternos días de desánimo y desilusión”. Un “déjame” con rabia contenida recibía.

Soportaba los malos momentos, aguantaba la respiración y el llanto. “Tú no sientes nada por tu hijo”, le recriminaba Norma porque no le veía llorar. Aguantaba el enojo, pensaba que era natural: era la madre, de ella había nacido y perder un hijo era difícil. 

Se decía que debía tener tranquilidad para los días que venían por delante, porque en todas las cosas de su casa se extrañaba a su retoño. Más de un año aguantar los reproches: “déjame a mí, no te preocupes, tu no lo sientes”, le decía.

“¿Cómo no lo voy a sentir?”, afirma, a la distancia, con un nudo en la garganta. Se sincera: “era mi único varón aquí en la casa, nada más cuando se encontró a una pareja, se fue”. Y se deshace en lágrimas.

Edgar Isaías Aguirre Alvarado de 28 años, desapareció en 2019 en Orizaba, Veracruz. Foto: Juan José Enríquez 

Se respira dolor 

A veces le rondan pensamientos de venganza, se imagina con un arma para ajustar cuentas; en ocasiones maldice las cárceles que mantienen vivos a los desalmados; en algunos momentos piensa en la muerte como único castigo; y lamenta la desidia ciudadana que da vuelta a la página a cada noticia de una desaparición. 

Ha sido tan cruel la realidad, que todo se ha normalizado: desapariciones, balaceras, secuestros, asesinatos. El dolor es el aire que se respira, que se nota en los rostros de la gente, que se vive a diario.

Aquel distanciamiento que sufrió de Norma quedó en el pasado. Cada vez que se alistan para iniciar la faena en los cementerios clandestinos, un sentimiento los une con pasión. Sus compañeros de colectivos los arropan y motivan.

“Sí usted viera cómo trabajamos, cómo se empieza a trabajar en un área en donde nos dicen que es positivo (posibles restos humanos en el terreno), es mucho trabajo, mucha labor que se hace para que después entren las autoridades y ellas se encargan de extraer el cuerpo”.

Sobrelleva el tiempo al lado de un muñeco de trapo con la ropa y los olores de su niño desaparecido. Un programa de su colectivo, le permitió tener la figura de su muchacho, como una forma de motivarse y guardar en la memoria los recuerdos. 

Para una ciudad como Orizaba, Pueblo Mágico, de tradición y costumbres arraigadas, vivir de esta manera ha sido un duro y cruel golpe a la sociedad. Orizaba, a pesar de su enorme desarrollo económico de las últimas décadas, ha sufrido lo mismo que todo el estado de Veracruz, que todo el país. Hombres, mujeres, jóvenes, niños, han desaparecido y han sido violentados de muchas maneras. 

La gente se resiste a aceptar una realidad que supera a todos. Don Romualdo sigue buscando a Édgar, como si fuera la búsqueda de la fe y la esperanza misma; como si en esa búsqueda radicara ya día tras día y a cada momento, el único sentido de la vida. Como si buscar al hijo, a la hija, al esposo o al padre, fuera el motivo de nuestra existencia. 

Buscar, quizá con la única esperanza de alcanzar la paz y terminar con la incertidumbre.

 

Vivir para la muerte, huir de la violencia 

Mario Herrera Nato, sigue buscando a su hijo, José Roberto Herrera Reyes, desaparecido en 2018. Foto: Édgar Ávila Pérez

Por Édgar Ávila Pérez 

Veracruz, Ver.- En una de sus caminatas por la Laguna Lagartos, un cuerpo de agua rodeado por fraccionamientos populosos, su nieto Yael Santiago, con la inocencia de un niño, le soltó una duda que le atravesó el corazón.

— “Oye, Tata ¿y mi papá no te dejó un teléfono?”

El rostro de Don Mario Herrera Nato, un taquero de 53 años, se descompuso. Tragó saliva, contuvo la respiración. Quiso entender las dudas de Yael sobre la desaparición de su papá.

Siempre le hablan con la verdad, pero son más las interrogantes del niño de ocho años. Busca incansablemente una manera de encontrarlo, de hallarlo y hacer que vuelva. Eran inseparables y la ausencia es inexplicable desde su mundo de niño.

Y antes que el abuelo pudiera reaccionar, su amado nieto remachó: “todo el mundo tiene un teléfono, algún teléfono para hablarle”.

Los recuerdos se le agolparon. Paró en secó las lágrimas que estaban a punto de brotar y sacó fuerzas de lo más profundo de su ser, mantuvo la cordura, la tranquilidad y la paciencia. 

— “Pues no, porque él sabe mi número y cualquier cosa, pues me llega a hablar”, respondió y se quedó en silencio, aguantando, estoico. “No debe verme llorar”, se dijo. 

En la soledad, sollozó por su hijo José Roberto Herrera Reyes.

Y recordó cuando años atrás llegó al hogar de su muchacho y descubrió un desorden completo. Ningún objeto en su lugar, como si un violento viento del norte hubiera ingresado a las habitaciones y permanecido ahí durante horas. 

Los cajones de las cómodas revueltos y tirados estaban por doquier; La ropa manoseada y los muebles de la sala patas arriba; en la cocina todo utensilio sacado de su lugar. Hurgaron en cada rincón.

Seis meses antes, su chaval de 21 años decidió independizarse y se mudó a esa vivienda de la colonia Primero Mayo, en uno de los barrios más viejos de la ciudad de Veracruz, donde hace años formaba parte de los suburbios pero el crecimiento urbano terminó por absorberlo y quedó en la zona centro. 

Ver la escena provocó un sentimiento indescriptible. Sabía que nada bueno había pasado cuando vio todo revuelto.  Lo sabía porque la muerte se había enseñoreado en el puerto de Veracruz durante años.

La alegría de los jarochos, esa que se contagia con su música, sus famosos platillos y sus palabras sinceras, todo había sido opacado por una encarnizada lucha de la delincuencia organizada por imponerse al Estado.

Los asesinatos a sangre fría y a plena luz del día, los cuerpos arrojados en la vía pública como trapos desechables, los tiroteos en el boulevard turístico formaban parte de una memoria oscura en uno de los puertos mexicanos más importantes y con una veta turística.

Y cuando aquel 19 de febrero del 2018 una vecina llamó a su celular, el mundo se le vino encima. Escuchó atento a aquella mujer que le narró cómo un convoy de presuntos elementos de la Policía Federal, perfectamente uniformados y a bordo de dos camionetas blancas, interceptaron a su hijo cuando se estacionaba y descendía de su auto compacto. 

Se desplegaron tácticamente, lo detuvieron y lo ingresaron a la casa. El movimiento “policial” causó de inmediato zozobra en los vecinos de la populosa colonia, ocupada casi en su totalidad por familias y con un constante movimiento de estudiantes foráneos que rentan cuartos en azoteas para cursar sus estudios en las cercanías del campus de la Universidad Veracruzana.

Temerosos salieron a ver qué sucedía hasta que supuestos oficiales les llamaron a la calma, les explicaron que era una detención oficial e incluso, cuando abandonaron el lugar se despidieron amablemente de todos los curiosos.

No hubo cuestionamientos, la alternancia política había llegado meses antes a Veracruz, una entidad que durante más de una década sufrió los estertores de la violencia por una lucha encarnizada entre cárteles de la droga y su combate a sangre y fuego por parte del Estado. Un año de esperanza y cambio.

Cuatro años después de la desaparición, el pequeño Yael Santiago, sigue preguntando: “Tata, ¿en dónde está mi papá?”

El taquero, Mario Herrera Nato, en su domicilio de algún lugar del puerto de Veracruz, sigue esperando encontrar a su hijo, José Roberto Herrera Reyes. 

Foto: Édgar Ávila Pérez 

 

El abrazo del dolor 

A más de 400 kilómetros de su hogar, en la inmensidad de la Ciudad de México y en el interior de un taxi, Don Mario y Maryjose, la esposa de su hijo, se abrazaban desconsolados.

En un silencio sepulcral, durante veinte minutos, se miraban con el rostro descompuesto, contraído y mojado. Habían recibido un balde de agua fría en su agitada búsqueda de José Roberto.

“Aquí no está”, escuchó las palabras de su nuera a las afueras de las oficinas centrales de la Procuraduría General de la República. Ahí se rompió todo. El sonido del intenso tráfico de la avenida se revolvía con los pensamientos.

En ese momento, seis días después de la “detención”, pensó que era el límite de todo. “Ya me lo mataron”, se dijo dentro de ese taxi que los llevó del puerto de Veracruz a la capital del país. 

Todo le parecía ajeno. José Roberto vivía a su lado y vio cómo desde los 18 años ingresó a trabajar a la planta Bimbo, cómo gracias a su empeño lo enviaron a capacitarse a Puebla y logró ir subiendo de categoría en el área de producción. Veía que era bueno, que era un buen muchacho.

Se cuestionó por los errores, omisiones y lo que dejó pasar desde el primer momento que le avisaron de la aprehensión de su hijo. “No hice todo lo que tenía que hacer en ese momento”, se recriminaba.

Buscó la ayuda del abogado Eduardo, que le arreglaba los papeles de una casa de su esposa, le contó cada detalle y luego visitó a la Policía Estatal, Policía Federal y las oficinas regionales de la Procuraduría General de la República.

— “¿Sabes qué? ya encontraron a tú hijo”, le informó un auxiliar del abogado. “Lo tiene la policía federal”, insistió. Era acusado, según la versión del litigante, de posesión de armas de fuego de uso exclusivo del Ejército y robo a mano armada.

A partir de ahí, una sangría de dinero a manos del representante legal. Primero 30 mil pesos para que pudieran soltarlo y cuando los pagó para poder ver a su hijo, la excusa fue que ya había sido enviado a la Ciudad de México.

Sólo dos días faltó a su taquería, siguió preparando tacos de buche, nana y de tripa con un llanto que no paraba y con la ilusión de juntar más dinero, porque le habían pedido 50 mil más, supuestamente porque habían agarrado a los “delincuentes” que se lo llevaron, hasta que la cifra se elevó, en distintos pagos,  a 153 mil pesos.

Ahí, en la gran urbe, luego de desahogarse fundido en un abrazo con la madre de sus dos pequeños nietos, llamó al togado para confrontarlo. Ni media hora había pasado cuando llegaron las amenazas.

— “Deja de andarlo buscando porque te lo voy a matar, voy a matarte y a toda tu familia”.

— “No te preocupes, yo voy a seguir buscando, yo no te conozco”, increpó. Sabía que “ya todo es lo peor”.

Perder la razón 

Ver aquellas escenas de su amada esposa fuera de sí, era como un puñal en el pecho. Observarla alterada, furiosa, golpeando las paredes y ahogando sus gritos en un lamento, era ver a una persona distinta con la que había vivido durante los últimos 30 años.

El cuadro de desesperanza lo rompía en dos. Una parte de él era Doña Virginia Reyes y mirarla descompuesta era mirarse así mismo. Se arrejuntaron tres décadas atrás, ella con un niño de cinco años y luego procrearon dos hijos más. Toda una vida juntos.

— “¡No puede ser, no puede ser!”, gritaba ella con un dolor que atravesaba a cualquiera y más a Don Mario. Inútilmente buscaba calmarla, darle esperanza, fortaleza y ganas de seguir.

Virginia había soportado medianamente la ausencia de su hijo en los primeros momentos de su detención, imploraba a su esposo pagar, juntar dinero, movilizarse al lado del abogado.

Y al escuchar desde la Ciudad de México el “aquí no está”, la fracturó, la quebró y la despedazó. Actuaba —recuerda aquel que la veía— como loca. Perdió el sentido, todo.

“Yo viví con ella 30 años, verla así es algo que no se puede explicar, es muy difícil de explicar lo que sientes; todo se derrumba, todo se viene abajo, todo”, dice Mario. 

Su casa ya era otra. Dormir poco, comer hasta que el estómago pedía comida. Abrazarse sólo para curar heridas del alma, pero por un tiempo el deseo de besarse quedó en el limbo. El sonido de la música alegre que siempre surgía de las bocinas, se apagó lentamente. 

Es cierto que ante la ausencia hubo un acercamiento de su familia, tanto con sus dos hijos restantes como con tíos, pero en el fondo Mario percibía que Virginia no lograba superarlo, que ya no quería nada con la vida. Ya quería irse, recuerda.

— “¿Qué piensas? Anímate”, decía con amor para arroparla.

— “Nada, no importa”, respondía.

 

Las búsquedas en hospitales, penitenciarías, morgues, fosas clandestinas se comieron dos años de su vida. Abandonaron su casa ante las amenazas constantes y se mudaron al otro lado de la ciudad. 

Por las mañanas Mario se unía a las brigadas de búsqueda del Colectivo Solecito, se adentraba a terrenos sombríos donde docenas y cientos de personas fueron sepultadas clandestinamente en una guerra contra el narco que no acaba.  

En las tardes y noches se convertía en taquero, golpeando con el hacha los trozos de carne, rellenando la tortilla con bistec, tripa, buche, su cilantro, cebolla y salsa. 

Y Virginia, rota, en casa.

Así les llegó la primera oleada de la pandemia por Covid-19. Era marzo del 2020, con un gobierno omiso ante las advertencias internacionales y ante una sociedad necesitada del trabajo para sobrevivir.

El dolor de cuerpo, las altas temperaturas y la falta de aire golpeó a ambos. Se refugiaron en casa, resistiendo los destrozos de un virus agresivo, implacable y desconocido.

En solitario intentaron enfrentar al Covid. Mario resistía, debilitado. Y Virginia tenía dificultades para respirar. Se desvaneció en dos ocasiones y su esposo poco pudo hacer, porque se ahogaba a cada instante. 

Ella, la que había perdido a José Roberto, fue internada en una clínica del Instituto Mexicano del Seguro Social. Durante 15 días intentaron sacarle la enfermedad del cuerpo. No cedía. Llegó el momento de intubar, se negó.  El 14 de junio  del 2020 murió.

Con falta de aire, dolorido y débil, Mario fue por los restos de Virginia. Un clima de desconfianza, miedo y pavor se vivía en los nosocomios. Sin sus hijos cerca, realizó los trámites legales, vio cómo trasladaban el cuerpo de Virginia al crematorio y recibió las cenizas.

Trató de consolarse, secarse las lágrimas y se despidió de ella en un panteón de la ciudad. 

“Si mi hijo está allá, ya está con ella”, se consoló. 

Mario Herrera muestra fotografías y el altar en honor a su hijo desaparecido en 2018, José Roberto Herrera Reyes. 

Foto: Édgar Ávila Pérez 

 

Mudar el corazón 

Conoció el bajo mundo de una ciudad construida por esclavos africanos, se adentró al corazón de un puerto con estirpe europea y transpiró el lado oscuro de la urbe.

Desde una barra de bebidas, durante años, escuchó las historias subterráneas de los estibadores, cargadores y obreros de los astilleros. En la antigua ciudad amurallada, Mario era un instrumento del Dios Baco, su único liberador de la conciencia.

La juventud le dio el oficio de barman, creó dos bares en las colonias; alegró a generaciones de hombres y mujeres sedientos de sed que buscaban aplacar los intensos calores de un lugar de costa, pero también aplacar sus demonios.

Fue ahí donde acreditó que los carteles de la droga se habían apoderado del alegre puerto, que habían construido un gobierno alterno, con una red de cobro de impuestos y protección “policial”. 

Intentó huir de una realidad. Renunció al Dios liberador, huyó de los verdugos que acechaban sus pasos, que buscaban su dinero, que buscaban su tranquilidad y su alma.  

Puso pies en polvorosa. Corrió lejos, lo más lejos que pudo y se refugió en los tacos. En solitario, se puso la casaca de taquero y aprendió el oficio más amado. Se educó en el arte y logró crear tacos de longaniza, carne sada, cabeza, sesos…

Aún ahí lo alcanzó el infortunio. Y ahora, con la esperanza de encontrar a José Roberto se adentró a las fosas clandestinas que pululan a lo largo y ancho del territorio veracruzano. 

Arropado por el Colectivo Solecito, busca restos semienterrados, observa osamentas y percibe colores y olores de la sangre, grasa y restos; llegó al lugar del que quería huir, pero lo hace sin ser atrapado por la desdicha eterna.

Busca recomponer su vida, sin olvidar su pasado. 

Vive cerca de sus nietos, día tras día los procura, les lleva tortas de jamón que prepara su abuela materna, pasea a su lado; y en su casa que renta a las afueras de la ciudad, tantea de nuevo el amor.

“Yo pienso que ellos no se mueren, nada más se mudan al corazón de uno”, se despide. 

 

 

 

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